domingo, 19 de febrero de 2012

Volantines, papagayos y cometas


Desafío de alturas y ventiscas 
con 
volantines, papagayos y cometas 


Como de costumbre, al culminar el periodo escolar los multicolores y vivaces volantines surcaban los cielos del pueblo, desafiando la altura del tubo de la Indulac para anunciar el descanso vacacional. El ingenio infantil aseguraba la sana diversión con los materiales más cotidianos para construir tales artilugios aerodinámico; la caña brava y la palma real eran la materia prima de las varillas de la estructura, el papel periódico o de envolver alimentos en los “gatos” reemplazaban al papel seda, la miel de la pepa de caujaro al pegamento de almidón; eran imprescindible, el rabo de trapo viejo para el equilibrio y el noble hilo Elefante número ocho por su probada fortaleza en soportar fuertes ventiscas. En caso de extrema carencia o por el simple apremio, una singular hoja de papel doblada a lo largo de los bordes con su frenillo en v, del cuaderno que se dejó de usar ese año, igualmente ascendía los cielos bajo la mirada atónita de la muchachada. También hice mis propios volantines, con todos esos los materiales y papel seda con engrudo de almidón. Adquirí cierta destreza en el manejo de su clásica geometría hexagonal y romboidea; para el amarre de las dos varillas cruzadas en cruz de San Andrés, más el tercer travesaño horizontal para agregar dos puntas adicionales hasta formar la figura hexagonal; requería de un buen amarre central que asegurara bien las tres varillas para luego lanzar hilos desde las puntas y formar los lados; al cubrir la estructura, era imprescindible cortar y pegar el papel con caujaro fresco recién tomado de la mata, sobre el piso de cemento para que no se ensuciara; dejarlo secar al sol una hora para deshidratar el pegamento y disminuir su peso; tender el frenillo con dos hilos desde las puntas superiores y otro desde el centro para amarrarlos luego, simétricamente; colocar un hilo en v para el soporte del rabo de tela vieja liviana en la parte inferior. Al final, cruzar los dedos para que el viento soplando se mantuviera y levantar pudiera tan alto como el hilo diera, la obra producto de la destreza infantil de ese hermoso e inolvidable día. No era conveniente elevarlo corriendo porque “se ponía correlón” y aunque el viento fuera intenso, después no ascendía, argumentaban los muchachos. Había que esperar una brisa fuerte para verlo ascender con prontitud; en ese instante el volantín cobraba vida propia y se quería independizar de su dueño; pedía hilo y había que soltárselo poco a poco para que ascendiera más y más a los altos cielos; pretendía penetrar en las blancas nubes para sentir sus húmedas gotas cristalinas, pero los hilos no alcanzaban; se podía observar su incesante jugueteo con la brisa y sentir sus ráfagas con los golpes de tensión del hilo sobre la mano; había que domarlo con precisos movimientos del brazo y comandarlo hacia donde uno quería que se posicionara. Ya en lo alto, impulsado por el viento, se podían enviar mensajes portadores del secreto del deseo de ese día, con arandelas de papel a lo largo del hilo; o poner a prueba la cola con su carga de hojillas de afeitar para guerrear con otros preparados para las mismas lidias. Al menguar el viento, empezaba la recogida rápida del hilo antes de que cayera por su propio peso; algunas veces no daba tiempo de enrollarlo en su carreto y se formaba la indescifrable enredina con nudos por doquier, si no se sabía distribuir apropiadamente a medida que caía al piso; en cuyo caso el corte y el posterior amarre era la mejor solución para recuperarlo. Al bajarlo, quedaba la satisfacción de haber construido, elevado y sorteado las dificultades del viento y la esperanza de un nuevo amanecer para emprender otra vez la faena y superar los retos pendientes del día anterior. Algunas veces, el hilo no soportaba la tensión generada por los vientos y cedía; más temprano que tarde, se emprendía el correteo de la muchachada con la vista levantada para precisar su caída a varias calles de la nuestra, rogando que no quedara ensartado en la rama de un árbol, cable de electricidad o que otro pequeño lo recogiera primero y resguardara en su colección privada.

En Carorita presencié y disfruté de los volantines construidos por Pedrito; no eran las tradicionales figuras planas del diamante y el hexágono, sino sólidos geométricos tridimensionales sin rabos, con mucha estabilidad y de construcción más laboriosa; me correspondía sostenerlo mientras él lo elevaba con soltura y precisión de aeronáutico experimentado. Con esos diseños ya mostraba su gusto por el dibujo y el dominio del espacio.  Nunca los pude construir en la calle El Tubo.

Con seguridad, el por qué del vuelo de los volantines estuvo rondando nuestras inquietas mentes infantiles. Hoy podemos afirmar que el volantín vuela gracias al impulso del viento al golpear su superficie. El aire al incidir en el borde superior de ataque se divide en dos: una parte se mueve por la superficie superior con mayor velocidad y otra por la inferior más lentamente; el decir de los físicos es que “mientras mayor sea la velocidad, menor es la presión que ejerce el aire en movimiento sobre la superficie”; en consecuencia, la presión por arriba es menor que por debajo y aparece una fuerza ascensional que lo empuja hacia arriba superando bastante en magnitud al peso. Se requiere de otra fuerza que lo sostenga, ésta la ejerce el hilo con la tensión. No obstante, si el volantín carece de  estabilidad no vuela; ésta se logra con el adecuado posicionamiento  del frenillo y el rabo, en caso de que lo tenga.

Sin saberlo, estos juguetes me iniciaron en el mundo de la ciencia. Es indudable, cómo la experimentación desde los primeros años de infancia y la construcción de conocimiento significativo mediante el autoaprendizaje, logra definir vocaciones.